Ni siquiera sabía por qué estaba allí. No tenía ganas de bailar, ni de hablar con nadie, ni de emborracharme, como había creído que sucedería antes de salir de casa. Un poco de maquillaje y ropa sexy no cambiaban lo que había en mi interior; no calmaban la rabia ni la angustia acumulada durante tantos años. Ni siquiera ahora que era libre del todo, ahora que nada me podía afectar como antes. El local iba llenándose poco a poco conforme iban pasando los minutos en el reloj de Budweiser que había detrás de la barra. Ese enorme reloj del que yo no despegaba mis ojos, por si así el tiempo transcurría más rápido y llegaban las tres de la madrugada, hora en la que me debía marchar de allí si todo seguía como había previsto. —¿Ha llegado ya? —preguntó Lina dando después un trago a su botellín de cerveza. Negué con la cabeza y miré alrededor con aire pensativo. Mi amiga soltó una carcajada y me dio un leve empujón en el hombro—. ¡Vamos, Cris, anímate! —gritó, provocando que una multitud de ojos se fijaran en mí. Le hice un gesto con la mano descartando aquella idea y volvió a la pista de baile contoneándose al ritmo de la música. Una nube de hombres la envolvió de inmediato. “¿Somos las dos únicas tías en todo el bar? ¿Estamos en un bar de gays? Por Dios…”
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